Habían pasado exactamente 9 años desde aquel momento en el que habían tomado la decisión de renunciar al mundo que conocían. No lo hubieran hecho si no hubiese sido absolutamente indispensable: la noticia de un bombardeo sobre la ciudad, coordinado con otros bombardeos sobre otras ciudades, los había golpeado. No había posibilidad de escapar de algo así; no dejarían en pie un solo lugar sobre la tierra. Fue entonces que a alguien se le ocurrió que si no había lugar para ellos en la superficie debían conseguirlo debajo de ella. Le mostró a un grupo aquel sitio que había descubierto bajo las transitadas calles de Buenos Aires cuando era un niño y que se había ocupado de acondicionar para pasar allí varios días. La situación ahora era diferente y posiblemente se tratara de mucho más tiempo y mucha más gente, pero podía adaptarse a esas necesidades. Era intentar o perecer y todos estuvieron de acuerdo en que la opción elegida sería la primera. Fue así como renunciaron a todo lo que tenían en la ciudad y se instalaron bajo ella.
Francisco era un niño cuando debió dejar su casa del árbol para salvar su vida. Sus padres llevaron con ellos lo que pudieron y poco a poco construyeron su hogar allí abajo. La comisión que habían formado los primeros hombres que supieron del lugar se ocupó de hacer cálculos y estimó que podrían vivir allí entre dos y cuatro años si las provisiones se administraban correctamente. No necesitarían nada de la superficie durante ese tiempo y una vez cumplido todo estaría calmo nuevamente. Planteado de este modo nada podía fallar. Una vez instalados cerraron la entrada con un dispositivo especialmente diseñado por quienes habían sido expertos en el tema y dieron comienzo a esa nueva vida que habían planificado con tanto detalle, más aún teniendo en cuenta el escaso tiempo con el que contaron. Sin embargo, algo parecía exceder la planificación. Nunca se supo si efectivamente nadie lo había pensado o si creyeron más prudente no decirlo hasta estar todos allí adentro; en cualquier caso, tuvieron que resolver rápidamente la cuestión: debían decidir cómo organizarían esa nueva sociedad. La comisión organizadora se propuso, cordialmente, para cumplir con esa tarea. Nadie se negó, pues en definitiva eran ellos los que les habían dado la posibilidad de salvarse. A partir de ese mismo día comenzaron a gobernar, y habrían de hacerlo por un largo tiempo.
Habían pasado 9 años, entonces, desde el día en que cerraron la puerta para no abrirla jamás. Los primeros dos años habían pasado con cierta tranquilidad, y hasta algunos llegaron a creer que habían construido una sociedad mucho mejor que la que tenían en la superficie. El alimento era distribuido de forma equitativa y con la frecuencia suficiente como para que nadie padeciera la escasez. Se habían delimitado espacios para que los asentamientos no estuvieran desordenados e incluso se había instalado un sistema eléctrico con generadores que permitía que todos pudieran disfrutar de la luz que ya no les brindaba el sol. El tiempo se había calculado de una manera muy precisa para saber exactamente cuándo se cumplía el plazo que habían planteado en un principio, con un sistema de anotaciones que permitía saber la fecha exacta. Sin embargo, algunas irregularidades comenzaron a percibirse en las anotaciones y muchos creyeron que comenzaban a volverse locos pensando que el tiempo transcurría mucho más lento que lo que indicaba el calendario oficial. Al principio nadie se animó a manifestarlo en voz alta, pues temían ser mal vistos por otros, pero poco a poco surgieron comentarios sobre esta situación y cada vez más personas coincidieron en que allí abajo el tiempo transcurría a otra velocidad. Algunos optaron por creer que el encierro había alterado su percepción mientras otros, cada vez más, comenzaron a culpar de esta situación a la falta de luz o al exceso de trabajo, situaciones cada vez más comunes desde que los generadores comenzaron a fallar y se reubicaron para dar energía eléctrica solo a un sector, y desde que se descubrió que podían desarrollarse ciertos cultivos simulando las condiciones del mundo exterior. Cada vez más personas dudaban de que los tres años y medio que habían transcurrido según la información oficial fueran realmente tres años y medio. Un hombre mayor que solía recorrer las improvisadas calles intentó decirlo una vez, pero el Comité por la Nueva Sociedad, como se denominaba ahora la comisión organizadora, decretó que había que liberar las calles y tuvo que marcharse; la información oficial se ocupó de hacer saber que luego de esa tarde el hombre manifestó una aguda enfermedad, que ya había sido controlada pero que lo mantendría recluido durante algún tiempo. La misma situación se repitió en otras oportunidades y el resultado fue el mismo; la gente optó por bautizar este padecimiento como “La enfermedad del tiempo” y no continuar hablando del asunto públicamente. Todos asumieron que si el calendario indicaba que había pasado determinado tiempo así debía haber sido. Todos, excepto Francisco.
Él llevaba la cuenta del tiempo transcurrido de una forma meticulosa y estaba seguro de que el día que volvió a la superficie habían pasado exactamente 9 años. La Nueva Sociedad resultaba más caótica cada día que pasaba. Cada vez más ciudadanos habían contraído la enfermedad del tiempo y ya no se los veía caminar por las calles; algunos habían confesado que creyeron verlos en los campos de cultivo, pero pronto contrajeron la enfermedad también, lo que llevó a dudar de su nombre y modificarlo, denominándola ahora como “La enfermedad del habla” y posteriormente, cuando se convirtió en una sociedad silenciosa cuyos miembros continuaban enfermándose, “La enfermedad del silencio”. Francisco había optado por denominarla así, no por sus causas sino por sus consecuencias. Junto a un grupo de muchachos se propuso investigar al respecto para encontrar una solución; algunos lo hacían por motivos exclusivamente médicos, con intención de hallar una vacuna, pero él sabía que se trataba de algo que no se resolvía de esa manera. Cuando llegaron a los campos de cultivo se dieron cuenta de que cualquier situación que pudieran haber imaginado era poco comparada con lo que veían. El tratamiento de los enfermos, al parecer, constaba de una gruesa cadena que los sujetaba desde el tobillo y los mantenía en fila frente a las plantaciones. Treparon la reja que rodeaba el lugar desde hacía algún tiempo, aparentemente por cuestiones de orden, y se acercaron hasta ellos, algunos temerosos aún del posible contagio, otros, incluido Francisco, conscientes de que lo que ocurría allí era algo muy diferente. Escucharon historias terribles, propias de una película de terror, pero reales. Liberaron a los enfermos, ahora llamados simplemente “prisioneros”, y ayudados por los instrumentos de labranza marcharon hasta la sede del Comité, de donde expulsaron a los miembros del grupo para encerrarlos dentro de los campos. A pesar de que intentaron convertir esas historias en delirios producidos por el mal que padecían no lo lograron y los antiguos enfermos, o prisioneros, les aplicaron el tratamiento a la enfermedad, llamada ahora “Enfermedad del poder”.
Mientras Francisco contemplaba el exterior tal vez recordaba ese momento, o tal vez otros anteriores o posteriores. Es probable que ni siquiera él mismo estuviera seguro de qué cruzaba por su mente en el momento preciso en que respiró la primera bocanada de aire de la superficie. Le hubiera gustado creer que había sido en el tiempo, en esos 9 años que había pasado allí abajo, pero eso ya no le importaba tanto como todo lo que había transcurrido en ese tiempo. Dio un paso y luego otro, y así avanzó por las calles de su antigua ciudad, ahora devastadas. Le pareció recordar que el aire era más leve pero se había acostumbrado a vivir bajo tierra y allí sí que era verdaderamente difícil respirar. Siempre creyó que ese era el lugar de los muertos, no de alguien vivo como él, aunque llegó a pensar por un instante si ese bombardeo no lo habría matado y ahora sería solamente un cadáver que no se enteraba de su condición. También recordó lo que sabía del cielo y el infierno, y reconoció como paradójica la idea de ascender hacia el infierno; sin embargo, llegó a dudar también respecto a cual de los dos, el de abajo o ese de arriba, era el verdadero infierno. Dio otro paso más, y otro, y otro, hasta llegar a la plaza. Lo único que pudo distinguir fueron las ruinas de la Catedral y de la Casa de Gobierno, aunque nadie hubiera podido asegurar firmemente que se trataba de ese lugar y no de otro. Recorrió los alrededores viendo más y más destrucción. Cuando se marchó de allí junto a sus padres no pudo siquiera imaginar que algo así ocurriría, que tanta ruina era posible. Ahora recordaba con nostalgia todo aquello que había perdido.
Sin embargo, había algo más que no podía evitar pensar: arriba y abajo, en ambos lugares, todo era caos. Habían descendido para salvarse de la destrucción pero habían caído en ella. En ambos casos la violencia los había condenado. Tenía algunas dudas, pero recordaba haber escuchado que los bombardeos eran parte de una declaración de guerra mundial. En aquel entonces probablemente no lo habría entendido pero ahora sabía que esas cosas ocurrían por poder; era el mismo factor el que los hubiera destruido arriba que el que los terminó destruyendo abajo. La ciudad que él había amado ya no existía, como no existía tampoco la Nueva Sociedad que habían creado abajo, como refugio. Condena y salvación eran ahora difíciles de separar.
Creyó que era su deber regresar y hacer algo para que el final ahora fuera otro. Arriba ya no había nada para ellos y abajo tampoco; era cuestión de elegir un lugar y comenzar nuevamente, desde el principio, convirtiendo esa doble destrucción en la base para la construcción de algo nuevo, rompiendo el círculo de violencia que los rodeaba. Había una posibilidad de construir algo diferente y si algo tenían era la experiencia de lo que debía ser una Nueva Sociedad. Dio un paso y luego otro, pero esta vez para regresar y compartir sus conclusiones, al menos con el resto de los muchachos que habían estado presentes el día de la liberación. Bajó nuevamente y los buscó por todo el lugar, pero solo dio con ellos en los campos de cultivo. Los miembros del viejo Comité estaban aún encadenados y ellos gozaban con el látigo en sus manos. Intentó frenar tal locura y, subiéndose al techo de uno de los depósitos, les comunicó a los demás lo que había pensado mientras recorría la superficie. Les habló de la posibilidad de crear una sociedad verdaderamente nueva, que rechace toda forma de violencia, independientemente de quien la ejerza. Sin embargo, nadie lo escuchó. El ruido de los látigos chocando contra la piel tapó sus palabras. Giró sobre sí mismo y descubrió que tenía tras él a dos de los muchachos que habían estado el día de la liberación, que sí lo habían escuchado. Se hubiera sentido feliz, pero no tuvo tiempo. Tenía allí abajo una cadena esperándolo y el látigo ya comenzaba a apurarlo.