El círculo de fuego

-Es acá- se dijo a sí mismo mientras se dejaba caer, exhausto, sobre una gran piedra. Ya no recordaba cuando había sido la última vez que había visitado aquel lugar pero estaba seguro de que había pasado más tiempo del que le hubiese gustado. Acercó a él su gastada mochila y sacó de ella una caja de fósforos y algunas velas; era la única posibilidad de generar luz ante la inmensa oscuridad en la que se hallaba inmerso. Tomó uno de los fósforos y lo raspó contra la caja, disfrutando de aquel dulce aroma a pólvora que tanto le gustaba y que ahora había sido empañado de no más que malos recuerdos. Encendió una vela y pudo distinguir entre las sombras una silueta algo confusa, que se movía de forma constante, casi automática; dudó por un instante de que se tratara de alguna máquina que alguien había olvidado encendida, pero pronto se reconoció en aquella silueta. Era él, sin duda; su cuerpo era más pequeño, su cabeza más redondeada y sus manos más ágiles, pero era él. Tendría apenas unos cinco años y no más de veinte kilos, pero cargaba barriles de más de la mitad de su peso. Lo vio y se vio allí mismo, en ese movimiento continuo mediante el cual subía los barriles a un gran camión. Barriles de pólvora, sin duda, que amaba tanto como detestaba. Habían sido su tormento diario hasta que logró convertirlos en diversión, en juego. Aprendió a amar el aroma de la pólvora y a reconocerse en él, tal como el recién nacido lo hace en el aroma de la piel de su madre.
Una inoportuna gotera sobre su cabeza logró apagar el fuego que había encendido. Secó la mecha de la vela con sus propias manos, resistiendo el dolor de la cera caliente sobre su piel, y encendió otro fósforo. Disfrutó una vez más de aquel olor y aquel sonido chispeante, efervescente, que emanaba del fósforo. Encendió nuevamente su vela y la extendió hacia la zona donde había visto al niño, sin moverse un solo centímetro de su lugar, pero el niño ya no estaba. Volteó su vista hacia la derecha y encontró otra escena, con algo similar a la anterior pero al mismo tiempo diferente. El niño era ahora un hombre; sus brazos se habían vuelto más robustos, tal vez a causa de los barriles que había alzado, y la cabeza redonda era ahora algo parecido a una lágrima. Lo vio y se vio, nuevamente. Acercó la vela hacia aquella zona de la habitación y vio con más claridad la escena. Se encontró allí, sentado en el banco de una plaza, casi de espaldas. En su mano descansaba un revólver aún caliente y en su rostro una mirada fría, perdida, apagada. Hubiera querido levantarse de su lugar y correr a consolarse, pero el peso de la culpa era demasiado pesado y se vio obligado a permanecer allí, tan inerte como el hombre de la escena. Fue entonces cuando comprendió todo. Había estado cara a cara con la muerte, una vez más, pero ahora era él quien la había llamado y la había obligado a hacerse presente. Se había atrevido a cruzar el umbral que convierte a un niño en hombre y al hombre en no más que sus propios despojos; se había atrevido a apretar el gatillo que había estado en su mano desde sus primeros días; había sido capaz por fin de actuar, de decidir.
-Violeta- murmuró, y ese nombre se dibujó ante él con la misma magia con que se le había figurado siempre. –Violeta- repitió, mientras su cabeza asentía de forma mecánica.
Ella había sido la única. Había aparecido ante él, con su dócil figura, con sus manos tibias, trayendo consigo esa sensación de suavidad que no había encontrado más que en ella. Era para él un colchón blando donde dormir, una gruesa manta con la cual abrigarse, un escondido refugio donde pasar sus días y sus noches. Era compañía, era tibieza, era afecto; era un halo rosado que cubría todos los objetos a su alrededor, dotándolos de esa magia tan difícil de describir. Era todo y era nada, pues tenía el peso de la realidad y la liviandad de la fantasía. Tal vez esa había sido su sentencia: Violeta era pluma, era seda, era tul; su única guía era el viento y a él respondía. No era mujer de quedarse sino de fluir como un río para dar de beber a los áridos suelos y luego seguir su cauce. Tal vez esa había sido su sentencia, y esa misma liviandad que la había hecho vivir la había llevado a su muerte. Él no quería un hada ni una hoja libre en el viento: él quería una mujer. Había quedado fascinado con su vuelo pero no estaba dispuesto a dejarla partir. Fue por eso que disparó; fue por eso que ensució sus manos de pólvora una vez más. Con ella tenía ante él la multiplicidad misma de los caminos, pero eligió el único del que ella hubiera querido alejarlo. Optó por la respuesta fácil, por la resolución rápida; optó por la lógica del impulso, del instinto, ese que lo había dominado desde que logró controlar el asco que le producía el olor a pólvora.
Acercó su mochila a él un poco más, sin dejar de mirar aquella escena que se había clavado en sus pupilas. Buscó algo en su interior, algo que escapaba a sus manos, que no se dejaba encontrar. Decidió entonces bajar la vista para hallar aquel objeto escurridizo, mientras apoyaba la vela aún encendida entre dos rocas para que permaneciera de pie. Cuando por fin lo encontró alzó la vista nuevamente, pero la escena ya no estaba. Ante él se alzaba ahora un aro de fuego que crecía cada vez más. La vela cayó y se apagó, pero la luz de aquel aro brillaba constante. Comprendió entonces la circularidad de aquellas escenas, la circularidad de su vida y de la vida en general. Tomó el revólver que ahora tenía en sus manos y lo apoyó delicadamente en su sien, dispuesto a dar por terminado ese círculo que lo rodeaba. En definitiva, de la pólvora venía y era allí, en su aroma, que tanto había amado y detestado, donde encontraría su fin. Su mano, en un movimiento automático, presionó el gatillo. La bala atravesó su cráneo y el olor a pólvora sólo pudo ser tapado por el repugnante olor de su sangre, que se derramaba a chorros por el suelo y corría en dirección al fuego.